En más de cinco décadas de trayectoria he aprendido que la estética va mucho más allá de aplicar un tratamiento, recomendar una crema o proponer un masaje. La cabina se convierte, con el tiempo, en un espacio íntimo y seguro donde las personas encuentran un refugio. Allí no solo se cuida la piel o se embellece el cuerpo: también se alivia el alma.
La esteticista es, en muchas ocasiones, una confidente, una acompañante emocional y hasta una especie de psicóloga sin título académico. Escuchamos, sostenemos silencios, comprendemos miradas y damos un espacio donde nuestros clientes pueden ser ellos mismos, sin máscaras.
El valor de escuchar
En cada diagnóstico lo primero que hago es mirar a los ojos. El lenguaje corporal habla tanto como la piel. Los clientes que llegan preocupados por una arruga suele esconder, en realidad, una preocupación más profunda: el paso del tiempo, la soledad, una ruptura, un duelo. Lo mismo ocurre con la piel apagada o con la tensión muscular; detrás suele haber cansancio emocional, estrés laboral o ansiedad vital.
Escuchar sin juzgar es quizá una de las herramientas más poderosas de nuestra profesión. La confianza que se genera en cabina permite que muchas personas compartan pensamientos y emociones que no expresan ni en casa. Ese desahogo, sumado al poder del contacto físico en los tratamientos manuales, es profundamente terapéutico.
La importancia del tacto
Vivimos en una sociedad que, paradójicamente, está hiperconectada y al mismo tiempo sufre un déficit de contacto humano. El masaje, el roce delicado en un tratamiento facial o el calor de unas manos profesionales transmiten calma, seguridad y cariño.
Diversos estudios confirman que el contacto físico libera oxitocina, la llamada “hormona del bienestar”. Por eso no es extraño que muchos clientes salgan de la cabina no solo con la piel más luminosa, sino también con el ánimo renovado. El tratamiento estético se convierte en una auténtica terapia emocional.
El rol de la esteticista como “psicóloga de la piel”
Me gusta hablar de la esteticista como una psicóloga de la piel. Porque la piel refleja lo que sentimos: el estrés, la tristeza, la felicidad o la serenidad. Nuestro trabajo es, al mismo tiempo, técnico y humano. Claro que aplicamos conocimientos de dermocosmética, aparatología o protocolos de masaje, pero también gestionamos emociones.
No somos psicólogos profesionales y debemos ser muy respetuosas con ese límite, pero sí podemos brindar un espacio de escucha activa, empatía y acompañamiento. En muchas ocasiones, una clienta se siente comprendida y cuidada simplemente porque alguien la ha mirado con atención y ha validado su sentir.
El poder del ritual
Los tratamientos estéticos son rituales que devuelven estructura y calma. Vivimos en un mundo acelerado, donde la multitarea y la inmediatez nos han robado la pausa. Acudir a un centro de estética supone, para muchos, recuperar un tiempo para sí mismos, un paréntesis donde no existe nada más que el cuidado personal.
Ese ritual tiene un componente psicológico muy poderoso: es un recordatorio de que merecemos dedicarnos tiempo, que cuidarse no es un lujo sino una necesidad. La autoestima se fortalece y la relación con uno mismo se vuelve más amable.
Historias que marcan
A lo largo de mi vida profesional he tenido la suerte de acompañar a personas en momentos vitales muy distintos: desde la novia que busca estar radiante el día de su boda, hasta la mujer que acude después de un tratamiento oncológico en busca de recuperar la confianza en su imagen. He escuchado risas y he sostenido lágrimas. He vivido cómo, al mejorar el aspecto exterior, muchas personas se reconcilian con su interior.
Una clienta me decía hace poco: “Tus manos me devuelven la calma que pierdo en mi día a día”. Ese es el mejor reconocimiento que puede recibir una esteticista: saber que su trabajo transforma no solo la piel, sino también el estado de ánimo.
Un puente entre ciencia, belleza y bienestar
Hoy la estética se ha sofisticado. Contamos con aparatología avanzada, cosméticos de última generación y protocolos respaldados por la ciencia. Pero el valor humano no ha cambiado. Porque detrás de cada tecnología seguimos estando nosotras, con nuestras manos, con nuestra capacidad de empatía y con la vocación de cuidar.
La esteticista se sitúa en un punto intermedio entre la ciencia y el bienestar emocional. Aplicamos rigor y conocimientos técnicos, pero sin olvidar que tratamos con personas que sienten, que sufren y que necesitan un refugio.
Cuidar la piel, cuidar la mente
Siempre digo que cuando alguien entra en la cabina, no solo trae consigo su piel, también trae su historia. Nuestro deber es acogerla con respeto, profesionalidad y calidez. Un tratamiento estético bien realizado puede mejorar la textura, la luminosidad y la firmeza, pero también puede reconectar a la persona con su autoestima y con su fuerza interior.
Por eso, la esteticista no debe subestimarse. Somos agentes de belleza, pero también de bienestar emocional. En tiempos de ansiedad, incertidumbre y soledad, acudir a una esteticista puede convertirse en un acto de autocuidado profundo y necesario.
Mejor que ir a terapia
El papel de la esteticista es múltiple: técnica, asesora, confidente y, en muchos sentidos, apoyo emocional. Nuestro trabajo no se limita a devolver la luminosidad a la piel o la firmeza al cuerpo; también consiste en devolver la esperanza, la calma y la alegría.
Decía una clienta que su cita mensual en el centro era “mejor que ir a terapia”, porque salía más ligera, más fuerte y con más ganas de vivir. Esa es la verdadera magia de nuestra profesión: acompañar, escuchar y recordar a cada persona que cuidarse por dentro y por fuera es el camino acertado hacia el bienestar.
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